miércoles, 22 de agosto de 2012

Autobiografía literaria


La historia de mi -aún corta- vida es bastante simple y previsible. Mamá Sandra, papá Carlos, hermana Julieta, amigos y amigas muchas, novio uno, por ahora. Y sin embargo, presentarme a través de la lectura y la escritura, parece ser una linda forma de ponerle color a la simpleza y previsión.
Un siete de enero de 1994, en el barrio de Villa Crespo, mamá y papá escribieron una letrita minúscula que decidieron llamar Paula. En estos tiempos en los que trato de convertirme en una adulta mayúscula, sigo viviendo en el mismo barrio y en la misma casa. Dieciocho años plagados de letras, de palabras que hacen ruido y dibujan caminos. Dos carreras para ser narradas en forma de cuento o poesía: profesorado de primaria y profesorado de Letras.
En la infancia, empecé a consumir libros como todos: llegaban a mis oídos desde la boca de mamá. Me recuerdo sentada frente a ella, escuchando Manuelita, ¿adónde vas?, investigando los dibujos del libro para guiar mi imaginación. Aprendí a leer mientras mi hermana, tres años mayor que yo, me usaba para jugar a la maestra. Teníamos un pizarrón de juguete con el que ella trataba de alfabetizarme; y un día, lo logró: pude unir algunas letras y leer una palabra. A mi madre le llegó la noticia cuando, sentadas en la sala de espera del pediatra, pregunté: “Mami, ¿qué significa toilete?”.
Y entonces dejó de ser ella en voz alta la que me contaba las historias, y empezaron a ser mis propios ojos penetrando el papel. El primer libro que leí entero y por mi cuenta fue Harry Potter y la piedra filosofal, a mis seis años de edad. Me tomó once largos meses llegar a la última página, y todavía recuerdo la satisfacción del momento en que lo terminé. A los nueve años una amiga de mi papá, me regaló un libro titulado Completamente embrujado, de Christian Bienik. Marcó el inicio de un gran año de lectura intensa, primero por autores alemanes y austríacos desconocidos y poco ubicables de este lado del océano, y luego por clásicos argentinos de literatura infanto-juvenil. Fue el año de la separación de mis padres y de muchos cambios en mi vida, en el que los libros fueron mi refugio y compañía. Entonces había una librería Nadir en Canning y Corrientes, dentro de la cual funcionaba un bar. Mi mamá me dejaba ahí por un par de horas, yo me sentaba en una de las mesas, pedía una coca, tomaba un libro y me ponía a leer. Al poco tiempo la mujer que atendía la librería me echó y le prohibió a mi mamá que me dejara de nuevo leyendo algo que no iba a comprar. Es que el mercado es así: para ellos, libros y billetes son la misma cosa.
Más adelante, cuando tuve once o doce años, vino el tiempo de las transiciones. Y de la misma forma en que pasé de escuchar Avril Lavigne a incursionar por Los Beatles, quise pasar de Ana María Shua a Cortázar. “Final del juego” fue el primer cuento que leí. Con mi mamá, acostadas en su cama, un párrafo cada una, y luego lo comentamos al final. Después, llegó a mis manos “Deshoras” y me enamoré perdidamente. Por supuesto que a mis tiernos once años la lectura que hice fue simple y chata, pero eso es lo maravilloso: que cada vez que lo releo descubro algo nuevo, le imprimo otro sentido.
Mi adolescencia es la Rayuela de Cortázar. La primera casilla llegó a mi vida cuando tenía catorce años; el cielo lo toqué recién el verano pasado. Pero esta vez no fue como con Harry Potter: esta vez fue una elección hacer que el libro durara tantos años. Dosificar la lectura era mantener la ilusión de que nunca se terminaría. Leía por temporadas hasta un determinado momento en el que hacía una pausa, y retomaba meses después. Pero mi colegio secundario también estuvo signado por un nuevo mundo al que entré –y que todavía mantengo-, que es el de la militancia. Entonces pasaron por mis ojos libros de política, libros rojos, libros con estrellas, libros de liberación, libros que no eran literatura, literatura que hablaba del cambio social, e incluso libros que hablaban de libros. Será a causa de mi latinoamericanismo, que por esos tiempos llegaron Galeano, Benedetti, Soriano, Walsh, pero mis únicas lecturas extranjeras fueron las que me mandaban en el colegio.
También probé con explorar otras artes a lo largo de mi vida: música, teatro, tango, plástica. Por todas pasé por lo menos mediante algún curso corto. Y sin embargo, las letras fueron más fuertes. Al cabo de un tiempo como lectora, descubrí que las palabras no sólo sirven para consumirlas, sino que con ellas también se puede escribir. Moldearlas, amasarlas, deformarlas, combinarlas, dibujarlas, cantarlas, armar inmensos castillitos de palabras. Y en esa esquina del arte me quedé. Para desahogarme, para contar lindas historias, para inmortalizar lo vivido, para hacer regalos, para gritar injusticias, mi materia prima pasó a ser la palabra. Supe que era mi vocación, que quería que las letras se apoderaran de mi futuro, que se apasionaran con mi destino. Pero no podría dedicar mi vida a encerrarme sola en un cuarto a escribir, a publicar crítica literaria para un público reducido. Sería demasiado egoísta dedicarme a una ocupación tan individual. Fue entonces cuando salió a flote mi segunda pasión –que ameritaría todo un relato aparte-, la que le daría el sentido social a mi interés personal: la docencia. Si bien pude sintetizarlas el profesorado, las letras y la docencia mantienen una relación bastante tensa en mi vida: nunca se sabe qué pasión prevalece sobre la otra.
Me quedan muchos libros por leer, muchas historias por redactar, muchas palabras por escuchar, muchas letras por enseñar. Me quedan muchas preguntas por responder y muchas otras por preguntar. Hasta acá, el relato de mi vida; de ahora en más, a seguir escribiendo.